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sábado, 1 de agosto de 2015

A un charco de distancia

Siempre hago esa mirada, a veces más por costumbre que por sensaciones, pero hoy tengo el presentimiento que olvidaré algo.


Doy leves palmadas a los bolsillos de mis pantalones para sentir los bultos que indican que llevo mi celular, las llaves y la cartera que tiene en su interior el boleto del autobús que me llevará lejos de ahí. Todo está en su lugar. Reviso mis muñecas y el reloj a la izquierda y la pulsera a mi derecha se encuentran ahí pese a que mi costumbre indica deben estar en la mesa o tirados en el suelo, pero hoy no fue así.

Tengo tiempo, el autobús no saldrá sino hasta en 40 minutos y la terminal está cerca. Me siento en una de las dos sillas que tengo, que en circunstancias normales funcionan como closet, pero que ahora están disponibles debido a que mi ropa la llevo junto conmigo a mi casa. El cuarto se completa con mi cama en una esquina, una mesa de plástico con una pata rota, no hay mucho más que describir, este es mi lugar.

De donde soy pocos podrían asegurar que vivo en un cuartucho con una sola ventana y pocas cosas, las cuales son en su mayoría prestadas, nada es mío en realidad y por ello no me siento de ahí, solo estoy de paso. Cuando salgo a la calle hacia mi trabajo salgo del cuarto imaginando un cuadro dividido en dos, en un antes y un después. Mi imaginación coloca de lado izquierdo, el “antes”, una imagen mía saliendo del cuarto, y de lado derecho el “después”, entrando en una lujosa mansión, con mi familia. Por lo regular el pitido de un taxi en la avenida borra las imágenes de mi mente, largando un suspiro que disipa las últimas nubes de mi mansión a la que aspiro.

No pertenezco a este lugar, pienso yo, mi estancia no será prolongada en esta ciudad, trato de consolarme, pronto me iré de aquí, me engaño a mí mismo. Y busco en cada casa que visito un hogar, un motivo para quedarme, o mejor dicho un aliento, un respiro que me permita soportar mi soledad, pero no lo encuentro. Extraño mi hogar, quiero dejar todo atrás y volver con mi familia, amigos, recorrer de nuevo los lugares en los que siento que correspondo.

Recorro con la vista de nueva cuenta mi cuarto casi con odio, pero es ahí cuando me doy cuenta. Abajo de la cama, casi escondida está una caja con la que llegue aquí, llenas de cosas “necesarias”, que al final no encontraron lugar en mi nueva vida.

Voy hacia mi cama, me agacho y saco la polvorienta caja. La abro con cuidado de no ensuciarme y veo ahí, hasta arriba y por una razón que no recordaba en absoluto, mis audífonos. En forma de diadema de color negro, fueron mi medio de escape de la realidad durante algunos momentos cuando recién había llegado. Los levanto y cuando por fin pensaba que podía regresar completo a mi verdadera casa observo casi al cerrar la caja un rostro en el fondo de ella.

El rostro de mi madre me estaba mirando. Me quedé quieto un segundo para después extender mi mano hacia el fondo de la caja y sacar esa foto. Las orillas estaban gastadas pero en el centro podía observar no solo a mi mamá, sino a toda mi familia. Mi madre en el centro junto a mi papá, sonriendo a la cámara, mi hermana a la izquierda con una sonrisa tímida y los brazos atrás. Mi hermano agachado en el centro haciendo señas con las manos, manifestando una profunda felicidad. Yo estoy a la derecha de mi mamá, con un brazo sobre su espalda, sonriendo también. Es la foto que nos tomamos hace tres años, cuando aún estaba estudiando, unas vacaciones en el bosque. 

Recuerdo un lugar frío y lluvioso. Mi padre nos había convencido de ese lugar antes de la playa que a él no le gustaba. Atrás se pueden ver los pinos y la falta de luz natural que refleja que la mañana de ese día había sido lluviosa, la ropa de frío, los charcos que se vislumbraban lo confirmaban. Veo la foto y casi me siento con ellos otra vez, una oleada de emoción comenzaba a desbordarse, una carcajada salió pronto de mí cuando recordé que justo después de haberse tomado es foto, la cámara había resbalado del poste donde la había colocado para que todos apareciéramos en la foto, cayendo en un charco, arruinándola. Recuerdo que nos quedamos un momento quietos viendo la cámara envuelta en el lodo, como si desde ahí nos fuera a tomar otra foto, un minuto después estábamos riéndonos.

Todavía veo a mi hermano tratando de prenderla, acto seguido agitándola frente a mi hermana para que se ensuciara con el lodo que contenía. Mi padre fue a detenerlo y tropezó con otro charco ensuciando también a mi mamá que estaba junto a él. Después nos encontramos los 5 brincando entre los charcos. Era un concierto de carcajadas y sonidos del agua y el fango que empezaba a adornarnos entre un público expectante de otras familias que también sonreía. Las fotos pudimos salvarlas.

Guardo la imagen en mi mochila para poder seguir viéndola en el camino, la música y la añoranza serían mis acompañantes de imprevisto. De pronto me vuelvo un rayo, pongo la caja de nueva cuenta en su lugar, cierro la puerta para salir corriendo. Esquivo personas, animales y plantas. En 10 minutos sale el autobús en el cual ya debería de estar. De pronto mi pie derecho se encuentra mojado. Me detengo un momento y es cuando me doy cuenta que la noche había sido lluviosa. Había pisado un charco.

Durante un momento, aquel lugar que desdeñaba se sintió como mi hogar. 

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